sábado, 24 de diciembre de 2016

Blanca Navidad

Al principio todo iba normal, si por normal se entiende que un ser fabuloso, de rizos rubios hasta los hombros y alas de pluma de oca, como las que a veces se escapan por las costuras de los edredones, bajara hasta la casa de María y, allí, en el atrio de columnas románicas —eso sí que resultaba extraño: columnas románicas en Nazaret— le anunciara la buena nueva. Pero, en efecto, todo iba exactamente de esa forma: el ser fabuloso, de rizos rubios hasta los hombros y alas de pluma de oca, con ojos almendrados entre el azul, el verde y el rosa, y de una belleza, más que inenarrable, asexuada, descendió hasta la casa de María —una casa humilde pero limpia y muy cuidada, y con tiestos de geranios a lo largo del atrio de columnas, románicas tal como hemos dicho— para anunciarle la buena nueva: que era llena de gracia y bendecida entre todas las mujeres. María se quedó boquiabierta. El arcángel, viendo la turbación de la mujer, comprendió que el aparato escénico había sido realmente impresionante: quizás se les había ido un poco la mano. Para tranquilizarla le dijo que no tenía por qué tener miedo, que simplemente había venido a anunciarle que tendría un hijo al que llamaría Jesús. La mujer —¿cómo no?— aceptó la noticia de buen grado y el arcángel desapareció en un santiamén, con el mismo desparpajo con el que había aparecido. Horas más tarde, cuando su marido, José, volvió del taller —era carpintero—, María le explicó lo sucedido. José se quedó de pasta de boniato.
También entra dentro de la normalidad más absoluta la disposición del emperador Augusto, que ordenaba que todos los súbditos del Imperio Romano se empadronaran, cada uno en el pueblo o en la ciudad de donde su familia fuese originaria. Por eso, José y María tomaron el burro y se fueron a Belén. María iba sobre el animal, sentada de lado, y José a pie, tirando de las riendas. Lo que —como las columnas románicas— tampoco era en absoluto normal era todo aquello de la nieve. Cuando llegaron a Belén vieron que el pueblo entero estaba nevado, hasta el horizonte, sobre el que campaba un cielo negro y con estrellas de cinco y seis puntas, inmóviles y como recortadas. En Palestina la nieve era un fenómeno meteorológico casi ignorado. Generaciones y generaciones de ciudadanos nacían y morían sin haberla conocido, y sin que ello les preocupase lo más mínimo. Y si habían oído hablar de ella era por viajeros de países lejanos, que citaban incluso montes en los que la nieve es perpetua. Los nativos los escuchaban absortos, pero, en cuanto los viajeros acababan su narración, volvían a sus tareas sin que la nieve les hiciese perder ni una hora de sueño. En cambio, ahora todo estaba nevado: las montañas, las calles, los tejados de las casas, el puesto de la castañera... Era nieve polvo, tan polvo que parecía harina. 
Debido a la afluencia de gente para empadronarse, no encontraron ni una habitación libre en todo Belén. Los habitantes no eran demasiado acogedores; ni la imagen de una mujer embarazada los movía a piedad. Por esto se vieron forzados a instalarse en un establo abandonado. Adecentaron un rincón, cerca de un buey adormilado y del burro que llevaban. Fue allí donde, el 25 de diciembre, María dio a luz. Era un niño precioso, saludable y llorón. José lo tomó en brazos para limpiarlo. Pero María requirió de nuevo su atención. Estaba naciendo un segundo niño.
Eran dos niños preciosos, y cada uno con su halo tipo holograma sobre la cabeza. Tras alimentarlos y ponerles los pañales —afortunadamente María había previsto recambios— los acostaron sobre un montón de paja, uno junto al otro. Movían las manos. El buey y el burro contemplaban la escena de reojo.
—¿Estás segura de que te habló de un niño? ¿No diría dos y no te fijaste?
José no entendía qué había pasado. Que fuesen dos trastocaba todos los planes. Incluso algo tan poco importante como lo del nombre. El arcángel había dicho que debía llamarse Jesús. Era un nombre que no les desagradaba; tampoco les entusiasmaba, si tenemos que ser sinceros. En aquella época, los nombres predominantes eran Sandra, Vanessa, Kevin, Jonathan e incluso Sue Ellen, que les parecían frívolos y pretenciosos. José y María habían pensado otros nombres e incluso habían hecho una lista de sus preferidos: David, Samuel, Alejandro, Abel, Moisés, Iván... De todos, el que más les gustaba era Alejandro. Era un nombre sonoro y vibrante. Si el arcángel no hubiese dejado tan claro que tenían que llamarle Jesús, le habrían puesto Alejandro, sin ninguna duda. Pero, en fin, no pudiendo llamarse Alejandro, a María el nombre de Jesús ya le parecía bien. En algún momento, José había propuesto que se llamase como él: José. Muchos amigos suyos ponían su nombre a sus primogénitos. ¿Por qué no él? María no había querido ni oír hablar de un posible cambio.
—El arcángel dijo que debía llamarse Jesús y se llamará Jesús.
No hablaron más del asunto. Se llamaría Jesús; estaba decidido. Pero ahora se encontraban con dos niños, el doble de lo que esperaban. ¿Cómo los llamarían? Después de darle muchas vueltas encontraron la solución. Uno se llamaría Jesús María y el otro Jesús José. Así respetaban la orden de que se llamase Jesús y de paso satisfacían el deseo de José: al menos, uno de los dos se llamaba como él, aunque fuera de segundo nombre. 
Eso no era más que el inicio de las duplicaciones. Desde ese momento —cavilaba José— todo sería doble. Las cunas, los vestiditos, los chupetes, el consumo de dodotis. De su cavilación lo sacó un ruido de cascos. Eran camellos que atravesaban, por un débil puente de madera, las aguas del río, que parecían inmóviles y como de papel de plata. Cuando llegaron al establo, los tres Reyes Magos se quedaron pasmados. Era la misma sorpresa que María y José habían visto en las caras de los pastores que se habían acercado a adorar al niño y, en vez de uno, se habían encontrado con dos. Uno de los pastores, que había traído como regalo un cochecito Jané monoplaza, corrió a cambiarlo por un modelo doble. Melchor, Gaspar y Baltasar —hombres curtidos en mil batallas y duchos en tomar decisiones— reaccionaron de manera rápida y, sin que ni María ni José se diesen cuenta, haciendo como que buscaban los regalos, dividieron en dos partes más o menos iguales el oro, el incienso y la mirra.
¿Eran ambos hijos de Dios? ¿O sólo lo era uno de ellos? La pregunta no tenía respuesta clara porque, si bien al lavarlos en la bañera uno de ellos (Jesús María) caminaba sobre el agua —dejando de piedra no sólo a su hermano, sino también a sus padres—, era el otro (Jesús José) quién, cuando los petitsuís se habían acabado, los multiplicaba sin problemas. Esa dualidad —calculaba Alejandro mientras colocaba el caganer al lado del cura con paraguas— se mantendría a lo largo de los años, hasta el final de sus días. Alejandro volvió a alinear las dos cunitas, contempló una vez más el belén y corrió a llamar a su padre, reputado miembro del Opus Dei, para que fuese a verlo. Confiaba que lo felicitaría por su ingenio: en vez de tirar la figurita del niño Jesús del antiguo pesebre (una de las pocas que no estaban rotas), la había incorporado a las nuevas, que habían comprado el día antes en la feria de Santa Lucía. No sabía que, esa noche, su ingenio le costaría irse a la cama sin cenar.

Del libro Tres Navidades [2003] de Quim Monzó [1952- ].

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