Se tapa las orejas para no oír los gemidos agónicos de sus guerreros. No sabe cuántas horas han pasado desde que llegaron. No sabe cuánto tiempo lleva quieto, entre el barro, esperando. Intenta no moverse, permanecer absolutamente inmóvil. Se aprieta las orejas con fuerza. Tiembla. Trata de no oír nada, pero el ruido entra a través de la piel, de las heridas, del miedo.
Al llegar pensaron que sería fácil. Son pocos y cobardes, les dijeron los generales. Es un trámite, una escaramuza, les dijo él a sus hombres. Avanzó con ellos y enseguida supo que eran carnaza echada al enemigo para retenerle, para sujetarle unos metros o unas horas más, confiando en que pronto llegarían tropas amigas, cambiaría el tiempo, el enemigo cometería un error o algo ocurriría de repente que haría que la batalla diera un giro inesperado. Pero no ha habido ningún giro, ningún cambio, ningún error del enemigo. Lo que está ocurriendo, la realidad, es que él y sus hombres han ido a un matadero y la mayoría agoniza ya a su alrededor. Les oye gritar y morir a su lado.
Él simula su muerte. Sus hombres, desconcertados al verle caer, sin mando que les dirija, confusos, han seguido luchando sin orden, sólo tratando de sobrevivir, sin pensar en banderas que rescatar ni en fronteras que defender, sin pensar en nada eterno ni sagrado que les diera la gloria si vencían o la fama si eran vencidos. Sólo querían salir de allí vivos, escapar. Ninguno lo hará.
Él confía en que quizá pueda huir si resiste un poco más y si el enemigo no decide rematar a los caídos o prender fuego a todo cuando esté seguro de su victoria. Tiene que aguantar el dolor, el frío, el miedo. Sigue esperando, aterrado, inmóvil junto a otros cuerpos. Los de sus hombres y los de sus enemigos. En el suelo, entre el barro y la sangre y las armas, no se distinguen unos de otros. Sólo son cuerpos gimientes y fríos.
Se tapa las orejas con fuerza para no oír nada. No soporta los gemidos de los hombres moribundos a su alrededor. Se tapa las orejas para creer que no está allí. Espera.
Madrid, septiembre de 2016.
Espera por Román J. Navarro Carrasco se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Uno encuentra por ahí, buscando un poco, mil métodos para poder generar o encontrar o provocar alguna semilla que acabe en un relato. Uno de ellos, que últimamente me está gustando cada vez más, es el que usan en el concurso 'Relatos en Cadena': comenzar una historia con las últimas palabras de otra.
Hace unos días leí uno de los estupendos relatos de Quim Monzó, uno de mis cuentistas favoritos, sobre Ulises y el Caballo de Troya, y me gustó mucho su última frase: Se tapa las orejas para no oír los gemidos agónicos de sus guerreros. Y este minicuento que cuelgo hoy, coincidiendo con la primera de las dos lunas nuevas que tendrá este mes de octubre, es el resultado de rumiar la frase durante unos días...
(Es cierto que habrá, entre quienes me conocen, quien piense que me ha salido un relatito con un tono un tanto sórdido y/o macabro, tal vez impropio de mí. Quizá a quienes eso piensen no les falte razón, pero en mi descargo he de decir, aunque no sé cuánto tendrá que ver, que lo he escrito durante esta semana que ahora acaba, en la que he vivido el más descomunal y asombroso dolor de muelas de cuantos he conocido en mi vida y en el mundo han sido. Así que quizá sea cierto que el cuento es un poco mohíno de más, pero no es menos cierto que yo no he estado para muchos regocijos... ;o)
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Actualizado el 3 de octubre :: Cuando me puse a escribir este relatito hace una semana, entre ibuprofenos y amoxicilinas, una de los párrafos que me salió 'del tirón' fue éste:
No encuentra un motivo más idiota para morir que una bandera o una frontera. Pocas cosas han cambiado tanto en la historia y, sin embargo, miles de hombres siguen yendo a morir y matar por ellas creyéndolas sagradas y eternas.
Cayó más o menos por la mitad del relato. Lo escribí, lo leí y pensé que estaba perfecto. No había que tocar ni una coma. A pesar de eso, cuando releía para corregir me daba la impresión de que no encajaba, de que no venía a cuento, de que estaba fuera de lugar, pero me resistía a quitarlo porque esto que dice este párrafo era exactamente lo que yo quería contar con el relato. Le daba vueltas al resto del texto, pero de un modo u otro este dichoso parrafito siempre sobrevivía a mis tijeras...
Al día siguiente de colgarlo en el blog, cuando he empezado a recibir algunos comentarios de gente que lo ha leído, he entendido lo que creo que le pasaba: uno de esos errores de novato que cuesta asumir, hacer hablar a tus personajes con tu voz y no con la de ellos.
Estas tres líneas tienen mi voz, dicen lo que yo pienso con mis palabras, no con las del personaje que se supone que las están pensando.
En fin, con un par de días de retraso, párrafo fuera. Sin pena, sin remordimiento.
;o)
¡Seguimos!
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