domingo, 30 de octubre de 2016

El álbum

Este verano, revolviendo entre papeles de los que me gustaría deshacerme pero que vienen conmigo de mudanza en mudanza, ha vuelto a aparecer el álbum de animales de mi padre. Al encontrarlo me senté y me puse a hojearlo, como hago siempre que por un motivo o por otro doy con él. Las hojas están amarillentas y gastadas, frágiles. Lo recuerdo así de siempre. Ya debía tener treinta o cuarenta años cuando de pequeño lo miraba fascinado una y otra vez, así que ahora debe tener... ¿cuántos? ¿sesenta y muchos? ¿setenta?
Los cromos son muy pequeñitos, cada uno con el dibujo de un animal. Están muy apretados en cada página, ordenados en filas y columnas, y debajo de cada uno hay una breve explicación de tres o cuatro líneas impresa con una letra diminuta. Podía pasar horas mirando aquellas ilustraciones y, cuando ya sabía leer, leyendo los textitos sobre cada animal.
Recuerdo un día en que me vio con él mi tía Carmelita. Supongo que sería uno de esos domingos que venían mis abuelos y ella a comer a casa después de misa. No sé cuántos años tendría yo entonces, quizá seis o siete. Después de comer entró en mi habitación mientras el resto de los adultos estaban en el salón viendo la tele y tomando café. Recuerdo que en la tele había una corrida de toros. Al verme con el álbum me preguntó por él y yo le dije que era de cuando papá era pequeño. Debí decirle o darle a entender que me gustaba muchísimo verlo. Me explicó que no era de mi padre, sino de mi tío, que era quien en realidad había coleccionado esos cromos, y que por tanto no era yo quien debía tenerlo sino mi primo Pepe. Se fue al baño, luego volvió a asomarse a la habitación y me dijo que podía quedármelo un rato más hasta que se fueran, y que entonces se lo llevaría a casa para dárselo a mi primo la próxima vez que le viera.
No sé cuánto duró esa tarde. Recuerdo, como si la sintiera hoy mismo, la congoja de no poder hacer nada, de no atreverme a salir al salón y decir delante de mis padres y mis abuelos y de mi tía que quería quedarme con el álbum, que mi padre me había dicho que era suyo, de cuando él era pequeño, y que mi padre no mentía, y que era injusto que se lo dieran a mi primo cuando era yo quien lo había guardado y cuidado durante todo ese tiempo. Pasé esas horas en mi habitación, mirando con rabia y tristeza el álbum y sintiendo que era la última vez que podría hacerlo.
Cuando ya se iban vino mi tía a despedirse. Llevaba el abrigo puesto, uno de esos negros de pelito ondulado, de señora mayor, como el que llevaba mi abuela. Olía un poquito a naftalina. Era uno de los olores que quedaban en casa cuando mis abuelos y mi tía venían de visita. El álbum estaba a los pies de la cama. Durante la tarde se me había ocurrido la idea de esconderlo y negarme a dárselo cuando me lo pidiera, pero sabía que si realmente se lo quería llevar, me preguntaría hasta obligarme a sacarlo. Al verme debió notar que estaba a punto de echarme a llorar y me preguntó qué me pasaba. A mí se me ocurrió decir que me daban pena las corridas de toros porque los mataban. Aún hoy me pregunto cómo se me ocurrió una respuesta tan peregrina. Me dijo que bueno, que no me preocupara, que me quedara con el álbum hasta la próxima vez que nos viéramos y entonces me lo pediría para llevárselo a mi primo.
Supongo que le di las gracias. En ese momento no podía ni sabía ponerle palabras, pero hoy recuerdo bien la sensación de abuso, de injusticia, de jugar con mi emoción de niño haciéndome daño a sabiendas. Han pasado más de cuarenta años desde aquella tarde y debe hacer quince o veinte que no sé prácticamente nada de mi tía Carmelita. El álbum de los animales sigue conmigo, ha venido de casa en casa en mis mudanzas, entre mis papeles y mis libros. Al verlo nunca puedo evitar acordarme de aquella tarde tan fea, pero también, y sobre todo, de las muchas que disfruté hojeándolo.

La Cabrera, octubre de 2016.

Licencia Creative Commons
El álbum por Román J. Navarro Carrasco se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

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