Un libro tiene un cuerpo que hay que tocar para leerlo. Y no sólo eso: hay que abrirlo, hojearlo, con lo cual las páginas crujen o hacen algún otro ruido (dependiendo del papel). Antes, cuando aún se entregaba el libro en bloque, era preciso cortarlo y llevarlo a encuadernar con el papel elegido o incluso con piel, si no quería hacerlo uno mismo. Un libro desprende un olor, no sólo el de la encuadernación, el papel, la tinta y el adhesivo, sino también el del tiempo y todos aquellos lugares donde ha estado almacenado, de forma oportuna o no. Puede oler a nuevo y riguroso cuando acaba de salir de la imprenta, pero también a moho, a sótano húmedo. Con el tiempo muestra las huellas de su dueño: manchas de café o vino tinto, esquinas dobladas, dobleces, roturas, el papel ligeramente pardo y deteriorado por la humedad, las tapas con algo de polvo, con los cantos estropeados y descoloridos.
De Mujeres y libros [2013] de Stefan Bollmann [1958- ].
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