Ahora sabía que lo amaba, lo amaba con una pasión limpia que nunca había sentido antes. Una vez, por poco tiempo, había sido la amante de un hombre elegante y atractivo, pero siempre se sintió incómoda cuando él decía que la quería. Sentía que se refería a algo que Lou no acababa de entender y, en efecto, descubrió que él la quería si los calcetines estaban doblados y ella siempre a su disposición, si la comida era exquisita y ella no menstruaba, si el vino no le soltaba la lengua o si el aceite de oliva no añadía un pliegue a su barriga. Cuando la dejó por otra más pequeña y pulcra, más dispuesta y dócil ante sus exigencias, Lou había arrojado piedras a sus ventanas, había escrito obscenidades con tiza en los muros de su edificio, se había obsesionado con la imagen del pulcro coño de la joven amante (él había obligado a Lou a abortar) y con el nombre de su rival (aunque años después, cuando la vio por primera vez, descubrió que no era nada agraciada), cuyos anagramas se cortó en el brazo... En resumen, le había sorprendido lo profundo de su apasionada desazón ante la pérdida de un hombre que, en esencia, era mezquino y exigente.
De la novela Oso [1980] de la escritora canadiense Marian Engel [1933-1985].
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