Ayer, viernes, tuve cita con mi dentista para que me hiciera un implante. Primera vez. No la primera vez que me hacen algo en el dentista, que me han hecho de todo, sino la primera vez que me hacen un implante. Ahorro los detalles por innecesarios, desagradables y quizá hirientes para sensibilidades frágiles.
Siempre he tenido terror a ir al dentista. Pánico. Una legendaria cobardía ante la idea de ir a la clínica dental me ha acompañado desde pequeño, quizá debida a las demasiadas visitas que he tenido que hacer en mi vida, a la mala fortuna de haber dado en ocasiones con dentistas que no eran todo lo hábiles o cuidadosos (o ambas) que a mí me hubiera gustado, a una dentadura de poca calidad, a un cuidado inadecuado, etc., etc. ¿Qué se yo?
A ese miedo histórico, ayer se sumaba la posibilidad de que, tras la intervención podía pasar de todo: infección, inflamación, dolores, posible hemorragia, rechazo... Así que la sugerencia de mi dentista fue que dedicara el fin de semana a hacer "reposo relativo". Así lo llama en la hoja fotocopiada que me dio con un montón de indicaciones...
En previsión de tener bien ocupado ese tiempo de reposo relativo me he hecho acompañar estos días post-implante por Gianni, Alice, Quim y Banana.
Mi dentista es una artista. No hace odontología, hace orfebrería fina, alta cocina, mecánica de precisión... Así que después de su obra de arte la recuperación está siendo maravillosa. Al susto de sentarme en ese sillón y sentir la anestesia siguió la tranquilidad de estar en buenas manos. Y luego a casita.
En resumen, que con la excusa del implante estoy aprovechando para pasar el fin de semana comiendo cosas ricas (y blanditas) y leyendo cuatro libros maravillosos...
Seguimos.
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