martes, 16 de junio de 2015

En unas horas será de nuevo de día...

Estoy agotada. Parece que ya no queda mucho. Sólo quiero descansar. Veo a Nidia que se mueve a mi alrededor sin parar. Entra y sale, va y viene, siempre pendiente de si necesito algo, de si estoy bien. A veces siento que ella está viviendo estos últimos días peor que yo. Lo está pasando mal y no veo forma de tranquilizarla, de decirle que no se preocupe, que lo que ocurre es lo que tiene que ocurrir y que todo va como tiene que ir… A ella también le va a hacer bien descansar cuando esto termine. Y a su bebé que está en camino… No me va a dar tiempo a conocerle. Es una de las pocas cosas que lamento perderme. Me hubiera gustado tanto verle la carita, cogerle en brazos, irme con su imagen en mi memoria… Pero no va a ser posible. Ya no queda mucho. Quizá días, o unas horas... Ya estoy muy, muy cansada y necesito reposar un poco. No me puedo quejar, he disfrutado mucho. También he sufrido, y he trabajado muchísimo, pero el balance es más que bueno. Desde que se fue Tomás me he sentido sola, pero he mantenido las ganas de disfrutar a pesar de todo. Sabía que no me quedaba mucho tiempo y quería aprovecharlo lo más y lo mejor posible, aunque él ya no estuviera. Se cansó antes que yo. Hacía ya tiempo que decía que no quería conocer más gente, ni aprender más cosas, ni ver más sitios. Estaba agotado y el cuerpo ya no le respondía como antes. Yo creo que es el cuerpo el que envejece. Mientras la mente está fresca y activa todo va bien, sólo el cuerpo se estropea. Cuando es la cabeza la que se hace mayor, entonces sí que llega el final. Pero él sentía su cuerpo como una carga pesada que más que ayudarle a vivir le suponía un lastre que tenía que arrastrar día a día. Y no pudo con ese peso. Era un buen hombre y he sido muy feliz con él. Nos han pasado muchas cosas, unas buenas y otras regulares. Aún recuerdo el día que se acercó a pedirme que saliera al baile con él. ¿Cuántos años hace? Se me hace difícil echar la cuenta, ochenta quizá, debíamos tener dieciséis o diecisiete. Nos habíamos visto muchas veces cuando él venía a mi aldea con la cuadrilla a trabajar en los campos o cuando yo iba a la suya cada semana al mercado. Nunca nos dijimos nada, pero nos mirábamos con interés, con curiosidad. Los dos habíamos tenido pretendientes, como se decía entonces, novietes con los que nos escapábamos alguna tarde de domingo a dar una vuelta clandestina más allá del cementerio o detrás de alguna de las revueltas del río, y regresábamos al cabo de un rato, siempre demasiado breve, alterados, sorprendidos. Me hace sonreír nuestra inocencia de entonces, nuestra ingenuidad frente a tantos obstáculos. Aquel día, cuando me pidió que bailara con él, me hizo feliz. No sabía si sería el hombre de mi vida, pero en ese instante sabía que era el hombre de ese día, de ese baile, de ese mismo minuto en que nos abrazamos y bailamos por la plaza como si estuviéramos solos… Y quería, en ese momento estaba segura, que fuera también el hombre del siguiente día, del siguiente baile, del siguiente minuto. Hoy todo es diferente, quizá más fácil. Han pasado muchos años y muchas cosas y ha habido muchos cambios, yo creo que la mayoría para bien. La gente joven ya no piensa en encontrar a alguien para toda la vida. Mejor, así evitan tener que comprobar en sí mismos que eso no existe. Aquello de la media naranja era un disparate. Lo que existe es el día a día, el esfuerzo y el placer de quererse en cada minuto y en el minuto siguiente y en el siguiente… Tomás y yo nos hemos querido mucho. Y también hemos pasado mucho. La guerra. Terrible, feroz. El hambre, la escasez. El traslado del campo a la capital con la confianza de que allí nos fuera mejor. El viaje a Filipinas... Cuando surgió la posibilidad de irnos, a los dos nos pareció una locura, pero sentíamos que era la locura que podía sacarnos de la mediocridad y de la rutina sin futuro. Habíamos tenido la suerte de ir a la escuela y poder aprender algo más que el abecé y las cuatro reglas. A los dos nos gustaba estudiar y aprender y los maestros se dieron cuenta, así que lo apoyaron y hablaron con nuestros padres para que no perdiéramos ese tren… Ese tren que nos permitió salir de la aldea, tratar de buscar algo mejor. Siempre mantuvimos el gusto por saber, por aprender, por leer, por conocer cosas nuevas, lugares, personas. Cuando nos casamos, vivimos primero unos años en la capital y luego nos trasladamos a Filipinas. El cambio fue brutal. Tuvimos que hacernos a todo: nuevo clima, nuevas comidas, nuevas caras, nuevas voces. Es verdad que muchos españoles trataban de vivir allí como en una burbuja, como si siguieran en casa, como si aún estuvieran en las colonias. Muchos lo conseguían a base de dinero y desdén, pero en cuanto mirabas un poquito más allá de los límites de esa burbuja sentías que estabas muy, muy lejos de casa. Aún así, a pesar de ser años austeros, fueron buenos años, años felices.
Nidia se acaba de acercar a preguntarme cómo estoy. Tiene los ojos llorosos. Llorosos y cansados. Trata de disimularlo cuando se acerca, pero veo su cara de tristeza. Hace mucho que ésto dejó de ser para ella simplemente un trabajo. Cuánto cariño le he cogido a esta muchacha. Me coge la mano y yo trato de apretarle las suyas con las pocas fuerzas que me quedan. Trato de animarla para que no se sienta triste por mí. Tiene que guardar fuerzas para ella y para su bebé. Me recuerda mucho a mi misma cuando nos fuimos. La historia se repite una y otra vez, pero parece que no aprendiéramos, parece que todo se nos olvidara. Olvidamos rápido. Cuesta tanto aprender y luego olvidamos tan rápido. Hoy hay tanta gente que protesta por todas esas personas que llegan de Sudamérica, de África… y olvidan cuántos tuvimos que irnos hace años a buscarnos las alubias fuera de casa: Alemania, Bélgica, Australia, Francia, Suiza… ¡éramos tantos los que fuimos saliendo poco a poco! Qué rápido olvidamos. Y oigo que también ahora muchos jóvenes están teniendo que salir de nuevo. Otra vez se repite la historia. Espero que a Nidia le vaya muy bien y que la criatura que espera crezca sana y feliz en esta tierra. Me gusta su marido. Un chico también trabajador, como ella, serio. Muchas veces vienen juntos y él pasa por casa un minuto a saludarme antes de seguir hasta su trabajo, otras veces por la tarde viene a buscarla y aprovecha para quedarse un ratito charlando. Nos han hecho mucha compañía. A veces me preguntaba por nuestros viajes, por nuestros años fuera de casa. También charlamos mucho cuando aún estaba Tomás. Cuando ellos nos hablaban de su propia experiencia aquí y de la de tantos conocidos suyos, sentíamos cuánto se parecen las historias de hace sesenta años a las de ahora. Historias de desarraigo y de dificultades. Hoy tienen internet y los aviones tardan sólo unas horas en ir hasta el otro lado del mundo, pero el dolor es el mismo, los kilómetros pesan igual que nos pesaban a nosotros. Lo bueno es que también hay historias de encuentros maravillosos como éste nuestro, de vínculos que ni ellos ni nosotros hubiéramos podido imaginar y que de repente, inesperadamente, surgen y se vuelven irrompibles. Me apena no poder conocer al bebé, pero sé que mucha de mi energía le acompañará mientras crece, cuando yo ya no esté. Quizá un día regresará a su tierra, a la casa de sus padres y de sus abuelos, y podrá conocer sus raíces. De algún modo, en ese viaje de vuelta, yo le acompañaré también un poquito. Cuando regresamos de Filipinas vinimos directamente aquí, a esta casa. Fue en los primeros sesenta, o quizá un poco antes... ahora no estoy segura, me bailan las fechas. Volvimos con algunos ahorros, así que nos instalamos en esta casa en el centro y aquí hemos vivido todos estos años. Más de cincuenta. Cuando llegamos este barrio no era como es ahora. Nada que ver. Es increíble cómo ha crecido. Y cómo ha cambiado. Cómo se ha llenado de gente con otras pieles, otras caras, otras ropas, otros idiomas y otros rezos. Muchos se quejan de que haya llegado toda esta gente, pero cuánto nos perdemos por no acogerles mejor y no aprovechar tanta variedad, tanta cultura diferente, tanto mundo en unos pocos metros. Si hubiéramos tenido nietos me hubiera gustado pasear con ellos por aquí y contarles que recorriendo estas poquitas calles podíamos viajar por el mundo entero: Sudamérica, China, India, África, Europa… Este barrio es un atlas, un mapamundi. No tuvimos nietos. Ni hijos. No pudo ser. Hubo una temporada en que nos hubiera gustado mucho que llegaran, pero no llegaron. Nunca supimos cuál era el problema, pero hubo un momento en que por fin asumimos que no vendrían. Y por fin nos relajamos. Y desde ese momento disfrutamos más. Vivimos con esa ausencia de los hijos que no tuvimos pero con la tranquilidad de no seguir con la ansiedad de buscarlos. Qué bien lo habíamos pasado intentando concebirlos, y qué bien lo pasamos después de quitarnos la presión de que tuvieran que llegar...
Recordándolo he sonreído y me ha dado un poco de tos. Nidia ha venido corriendo al oírme. ¿Cómo explicarle que la tos es por el recuerdo del cuerpo de Tomás, del roce de su piel, por el recuerdo de lo que nuestros cuerpos disfrutaron uno del otro durante tanto tiempo? ¿Cómo contarle que aún hoy me altero al recordarlo? Entre nosotros éramos increíblemente libres. Al menos así lo vivimos desde aquella primera vez después de ese baile, cuando anduvimos ligeros, casi corriendo, casi escapando, hasta llegar tras el molino, abajo en el río, y al volver a la plaza se nos veía alborozados, dichosos por habernos descubierto uno al otro. Entre dos de aquellos pasodobles, casi sin hablar, nos escabullimos entre las demás parejas que bailaban y nos apartamos a una zona que llamaban la Charca Blanca, bajando desde la escuela hacia el río. Al volver ya no éramos los mismos. Habíamos viajado a lugares que no habíamos siquiera imaginado… Y siempre fue así, una delicia. Nunca nos sentimos obligados a querernos, simplemente nos quisimos cada día y cada noche. No fue una obligación, nunca sentimos que tuviera que ser para siempre, y sin embargo día a día, llegamos hasta aquí, hasta hoy mismo que él ya no está pero le siento aquí al lado, junto a mi, acompañándome en esta despedida, en este nuevo viaje. Tuvimos malas rachas, claro. Muchas veces tenían que ver con problemas en el trabajo, con el dinero… pero siempre fuimos un buen equipo. Los dos tuvimos algún lío por ahí. En casi ochenta años, ¿cómo no sentirse atraído por alguna otra persona? ¿cómo no probar algo que no conoces? Nos dimos esa libertad. No siempre nos contábamos y no nos exigíamos nada, pero siempre volvíamos uno al otro. Y además volvíamos con lo aprendido. Juntos nos sentíamos como en tierra firme. Reencontrarnos era como volver a casa. No hace ni un año que murió. Estos meses sin él han sido raros. Qué extraño, después de tanto tiempo con él, ver que el mundo sigue sin él, que cada uno seguimos haciendo nuestras cosas, la vecina de enfrente sigue bajando con sus niñas al colegio cada mañana, yo me sigo encontrando al vecino del primero cuando voy con Nidia al mercado, Conchita sigue asomándose al balcón cada tarde y regañando sin convicción a su perro cuando ladra a la gente que pasa. Y sin embargo él no está. Se me hace raro que el mundo siga sin él. Y sin embargo sigue. Y seguirá sin mí cuando me vaya. Será hoy mismo, o mañana, o en un par de días como mucho. Siento que el cuerpo ya no me da para más. Siento que está como despidiéndose de esta casa, de Nidia, de mí misma. Y también mañana, o pasado, cuando yo ya no esté, la vecina volverá a bajar a sus niñas al colegio y luego cogerá la bici para ir a su trabajo, y el vecino de abajo volverá al mercado... Quedaré en el recuerdo de unos pocos. De Nidia, seguro. Espero que de su bebé cuando crezca y ella le cuente. No le voy a ver pero le siento como un nieto. Como uno de esos nietos que no he podido tener. He sentido no tener más familia. Hace unos años se acercaron por aquí unos sobrinos. Sólo querían ver la casa, ver qué podían sacar de aquí. Las dos o tres veces que vinieron sólo miraban los muebles, los libros, las cuatro cosas que hay en la casa, parecía que estuvieran haciendo inventario y midiendo con la mirada los metros cuadrados para estimar cuánto podrían sacar cuando hubiéramos muerto Tomás y yo. Volvieron a aparecer cuando enterramos a Tomás y no les hemos vuelto a ver. Muchas veces la sangre no tiene nada que ver con la familia. Siento mucho más cerca a Nidia, a su marido Erlin, y a ese niño o esa niña que está a punto de nacer, que a esos sobrinos que se dejaron caer por aquí para ver cuánto faltaba para que se murieran los viejos y hacerse con el piso y con todo lo que hay dentro… En realidad no hay mucho, pero no me apetece que caiga en sus manos. Libros, algunas fotos, un par de cosas que trajimos de Filipinas y que han resistido con nosotros todos estos años, algún mueble que merece la pena. Hace unos días, cuando aún podía moverme un poco más que ahora, cuando aún podía hablar sin cansarme tanto, y sintiendo que no quedaba mucho, le pedí a Nidia que llamara al vecino de arriba. Es un buen chico. Siempre da la sensación de tener la cabeza en otra parte, pero es buen chaval y con nosotros siempre ha sido cuidadoso. Algún día bajaba a hacernos una visita, a preguntarnos qué tal estábamos y charlar un ratito. Le encantaba que Tomás le hablara de algunas de las fotos que hay colgadas en casa, fotos de después de la guerra o de Filipinas... Le dije a Nidia que le avisara para que viniera y tomara nota de un cambio en mi testamento, y que llamara también a algunos de los vecinos para que hicieran de testigos. Al irme no quedará más que este piso y unos cachivaches sin mucho valor, pero prefiero que sean para Nidia, que va a saber apreciarlos y los va a recibir con cariño. Los sobrinos pelearán por la casa. Sé que a Nidia todo esto le va a suponer un buen lío de abogados y juicios, pero si todo sale bien, y espero que así sea, este piso sé que les ayudará a vivir con más tranquilidad el tiempo que sigan fuera de su país.
Está anocheciendo. Veo cómo disminuye la luz que entra por el balcón. Siento que no veré la de la mañana. Estoy tranquila. Sé que no hay nada esperándome cuando muera, pero también sé que quedaré en la memoria de quienes me han querido, como Tomás ha seguido en la mía durante estos meses, imborrable. Eso me reconforta, me hace sentir bien, tranquila. Me cuesta respirar. Y con la penumbra y el cansancio y los medicamentos me estoy adormeciendo. Creo que no despertaré. Con el hilo de voz que me queda he llamado a Nidia para despedirme de ella, para darle las gracias. Nos ha dado mucho amor a Tomás y a mí durante estos años que ha estado viniendo a casa. Ha roto a llorar sin consuelo, como una niña pequeña. Se le pasará. En unos días o en unas semanas sé que se le pasará y quedará el buen recuerdo, el vínculo que hemos creado, y el amor que nosotros también hemos sentido hacia ella. Y esta tristeza de ahora se transformará en vitalidad para el bebé que nacerá pronto. Estoy cansada. Nidia ha bajado un poquito más la persiana para que no me moleste la luz que aún queda fuera y se ha vuelto a sentar en el sillón junto a mí. Me coge la mano antes de dormirme, como ha hecho estas últimas noches, y esperamos juntas a que anochezca del todo. En unas horas será de nuevo de día...

Madrid, julio de 2012.

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En unas horas será de nuevo de día... by Román J. Navarro Carrasco is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.

4 comentarios:

  1. Felicidades, Román. Me ha gustado muchomucho

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    1. ¡¡¡ Gracias por tu comentario !!!
      Me alegro mucho de que te guste...
      (Cuéntame quién eres...)

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  2. Maravilloso, Román. Una gozada de relato de principio a fin.

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    1. ¡¡¡ Gracias Amelia !!!
      Me alegro mucho de que te haya gustado...
      Seguimos.
      Un beso y feliz verano.

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